Tan acostumbrados estamos al escándalo permanente que no nos percatamos de que nos estamos matando a base de bocinazos, gritos, musicón.
No es un invento. Las normas internacionales y las locales con respecto a la contaminación auditiva indican que las bocinas con las que convivimos cada dos segundos en el tráfico común o en nuestras casas implican una exposición a 70 decibeles de ruido, lo que según las normas dominicanas está en el rango de “molestia grave” durante el día.
En una calle europea muy transitada, en la que probablemente no habrá patanas con bocinas que hacen llorar a los bebés ni guaguas voladoras con cláxones con ruidos personalizados para sobresalir ante la competencia, ni carros públicos que llaman a sus pontenciales clientes a ritmo de “piiii... piiiii. piiil”, ni conductores particulares que parecen tener pegada la bocina al pedal del freno -cuando lo levantan- o del acelerador -cuando lo pisan- se producen 80 decibeles, según la presentación de 2003 “Efectos del ruido sobre la salud”, del doctor Ferrán Tolosa Cabaní, un ruido de riesgo para la salud según las normas dominicanas si la víctima es expuesta por 8 horas.
Los efectos no auditivos del escándalo en que vivimos incluyen, según expertos, alteración de la frecuencia cardiaca e hipertensión arterial, cambios en el ritmo respiratorio, alteraciones de la secreción gastrointestinal, problemas menstruales, vértigo y, en los fetos, bajo peso al nacer, prematurez, riesgos auditivos.
Nos estamos matando unos a otros a base de gritos, de bocinas, de discolight, de imprudencia, de desconsideración por el otro.
La ley 287-04 sobre Prevención, supresión y limitación de ruidos nocivos y molestos que producen contaminación sonora prohibe todo eso. ¿Qué esperamos?