El humano postmoderno degluta lo superficial, lo banal, lo insustancial. Ha perdido la necesidad de buscar el sentido a su vida, su utilidad y su voluntad y su sentido de pertenencia para encontrarle más de una razón a su existencia, que no sea la del placer, la seducción y la gula por los momentos felices, como planteaba el profesor existencialista Víktor Frankl.
Ese hombre con anemia de ética, de moral y dignidad busca la conquista del “parecer” apuesta al relativismo, al ocasionalismo y al consumo de todo lo nuevo (neofilismo) sin ninguna crítica; solamente conquistar un nuevo estatus social.
Para mal, no hay que tener ni inteligencia múltiple, emocional, ni social, sencillamente adquirir habilidades y destrezas en aprender a ser resonante de lo que quiere escuchar y bailar la sociedad secuestrada.
Ahora Francesc Torralba un sabio profesor en filosofía de la Universidad de Barcelona nos pone a reflexionar con su libro Inteligencia espiritual. Dice: “vivimos en un desierto espiritual” y no se refiere a ninguna religión, a la falta de fe ni de católico, ni de protestante, ni a ningún rito o símbolo que busque aproximar al hombre a Dios.
La inteligencia espiritual aproxima a un hombre a sentir y vivir el compromiso con su prójimo, el amor y la compasión por el otro, a tener sentido de utilidad y de transcendencia en función de su altruismo social. Sencillamente, el hombre con inteligencia espiritual, no es un ser mezquino, individualista, egocéntrico, ni narcisista que solamente se preocupa por sus razonamientos mediáticos: goce, placer, dinero, status, confort.
Más que eso, la inteligencia espiritual pone sabiduría al hombre para vivir, para servir, para hacer posible el bienestar, la paz y la felicidad a otros seres humanos.
Se vive con armonía en lo interior y exterior, en consonancia y coherencia en lo que se práctica, o sea, reproducir la beneficencia, nunca la maledicencia; hacer el bien y hacerlo bien, con calidad y calidez, con equilibrio y eficacia.
Cada oportunidad, cada circunstancia se convierte en razones existenciales para prestar el talento, la inteligencia y el carácter al servicio de la humanidad, para hacer posible la realización y la trascendencia que hacen posible una existencia de utilidad.
Vale recordar a Nelson Mandela, a Teresa de Calcuta, Gandi, Dalai Lama, Martín Luther King o de este lado, a Juan Pablo Duarte, Juan Bosch y tantos más.
El hombre intrascendente se hace adicto a sus hábitos, se encadena a sus placeres mediáticos; vive pendiente de los resultados, de sus ganancias y sus beneficios particulares; de ¡ay! su agonía y su despersonalización. Su gran temor por las pérdidas, y su ansiedad por dejar los placeres, que representan su existencia y la conquista a su propio yo.
Torrealba plantea cómo la inteligencia espiritual hace al ser humano más receptivo, más sensible, más plenamente integrado en entorno. Sin embargo, reflexiona las diferentes formas en que el ambiente materialista, pragmático, utilitarista y consumista atrofia la inteligencia espiritual.
El hombre postmoderno es un ser pobre, sin utopía y sin ideales, sin ideología y sin principios, que relativiza las palabras, se maquilla el rostro, y el sentido de su vida es calmar su gula personal.
Ahora para mal, también con anemia y atrofia de la inteligencia espiritual, ¡Oh Dios! De qué hombre hablamos, de qué sociedad, de qué familia, de qué políticos.
Parece que hay que asumir la inteligencia espiritual, la social y la emocional para desarrollar un ser humano nuevo, trascendente, de contenido más afectivo, más cultural y más altruista. Sencillamente, más existencial.