Thursday, November 25, 2010

Europa no Quiere inmigrantes...

Aníbal de Castro

Ya no vienen cargados de sueños en sus ojos de futuro, sino que retornan acongojados al encuentro incierto con la realidad desgarradora que abandonaron, y que ahora perciben más halagüeña que el paraíso buscado y nunca encontrado. Europa no quiere inmigrantes. Ya no son bienvenidos en el testamento geográfico e histórico donde se han concentrado las mayores contradicciones: la Europa ilustrada e inquisidora, abolicionista y esclavista, daltónica y racista, justiciera y colonialista.

La crisis económica, el ascenso político de la derecha recalcitrante y la "islamofobia" se han combinado en forma letal para el cierre de las puertas europeas a la inmigración y la apertura de un nuevo capítulo, con principio pero sin final, para las etnias y culturas diferentes enraizadas en la pretendida cuna de la civilización occidental.

Es la economía, estúpido, sí. Y no, sabihondo. El choque de civilizaciones de que hablaba Huntington ha encontrado en el espacio europeo un campo de batalla ideal. Los aluviones humanos del norte de África y la zona sub sahariana; la lejana, mediana y cercana Asia; la ligeramente europea Turquía y los restos culturales del antiguo imperio otomán, han cambiado e influenciado áreas importantes de la parte occidental del Viejo Continente.

El velo, la burka y las cinco oraciones diarias con el rostro vuelto hacia la Meca son pan cotidiano, por ejemplo, en el Londres cosmopolita o las ciudades-factorías del centro industrial del Reino Unido. Los musulmanes son el cinco y el 9.8 por ciento de la población en Alemania y Francia, respectivamente, y, en España, el uno. ¡Olé, hay más moros en la Madre Patria que nacionalidades individuales provenientes de América Latina! Y no remanentes de la época de la reconquista, sino inmigrantes recientes, como los ecuatorianos, argentinos, colombianos y dominicanos, de importancia numérica en ese mismo orden.

La tasa del crecimiento anual del cristianismo en el mundo es de tan solo 1.5, y en contraste, la del Islam, 6.4 por ciento. Sin embargo, en Europa, los discípulos del Profeta aumentan a un ritmo del 142%. Islam significa sumisión y es a la vez una derivación de paz, pero el Septiembre 11 recargó de sospechas adicionales a los descendientes de Abrahán. Poco importa que las tres grandes religiones monoteístas imploren por igual a un Dios clemente y misericordioso. Se ha abierto una brecha inclemente e inmisericorde, y no es casual la confesión de un cómico norteamericano de que ve a todo árabe con aprensión.

Por el mapa europeo se desplaza una corriente de hostilidad contra los inmigrantes, con expresión política hasta en la refinada y otrora abierta sociedad sueca. Se repite la historia en escenario de alarma en la bucólica Suiza, la benevolente Holanda, la civilizada Francia, la sofisticada Noruega y la artística Italia. Las torres de las iglesias cristianas de las distintas denominaciones resaltan en el paisaje de todos los cantones de la Confederación Helvética, pero, al parecer, los minaretes contaminan la vistosidad de la naturaleza imponente y se les ha proscrito. Curiosamente, los bancos no necesitan elevar nada al cielo para atraer, salvo los beneficios para clientes y accionistas.

La retórica anti-inmigración catapultó los votos de la derecha en un 28.9 por ciento en Suiza; 22.9 en Noruega y 15.5 por ciento en Holanda. La Liga del Norte, en Italia, mutó de independentista a xenófoba y su votación remontó hasta el 8.3, convirtiéndose su líder, Umberto Bossi, en el principal aliado del premier Silvio Berlusconi --en política, no en el bunga bunga de las "velinas"-- hasta su rompimiento reciente. Es en Italia, otrora punto de origen de enormes movimientos poblacionales hacia el Nuevo Mundo, donde la residencia ilegal constituye un delito criminal. Poco risible la ingenuidad del no tan lerdo que al leer los apellidos en la guía telefónica de Roma pensó que toda Argentina había emigrado.

Las barreras burocráticas y legales contra la inmigración aumentan. España paga a los inmigrantes para que se marchen, aturdida por una cuota de desempleo que mantiene laboralmente inactivo a uno de cada cinco españoles en edad productiva. Mediante una política inteligente de amagar y dar, trata de mantener a raya el alud humano del norte africano y del sur del Sáhara. Quien quiera entenderlo de manera más sencilla, que se dé una vuelta por el consulado español en Santo Domingo, y recibirá el mensaje con solo mirar los rostros cariacontecidos que por allí deambulan.

Los bonos populares de Nicolas Sarkosy se asemejan a los de Grecia en los mercados de valores, y la manera más expedita de buscar la gracia anticipada del votante fue el envío de los gitanos con su música a otra parte. Por nacionalidad, casi todos rumanos o búlgaros, estos europeos trashumantes tienen derecho a circular por el espacio comunitario y establecerse donde mejor les plazca. Pero en Francia c´est la vie (y la vía) y de nada ha servido toda la alharaca montada en Bruselas. Con igual eficiencia fueron desmontados los campamentos de inmigrantes en las cercanías de la entrada al túnel que une Francia y Gran Bretaña por debajo del Canal de la Mancha.

El problema, sin embargo, es complejo. Angela Merkel, la jefa del gobierno alemán, aseveró recientemente que la política de asimilación de los inmigrantes, turcos para todo fin pertinente, había fracasado. Una de las aristas reside, precisamente, en el enfoque dado a la inmigración en cada país. Alemania, por ejemplo, promovió la riada de mano barata turca como una solución temporal. Ahora resulta que hay millones de turcos con años y años en Alemania que no hablan el idioma y viven en guetos donde reproducen los mismos usos y costumbres que en la patria nativa. Dado el peso de esa población verdaderamente extranjera, el Gobierno ha emprendido infructuosamente una campaña activa de integración y de enseñanza del alemán. Se trata de una población que vive en Alemania pero piensa y actúa en turco porque emocional y mentalmente nunca ha partido.

Francia se ha decantado por la integración desde el principio, y a ello ayudan el pasado colonial y un idioma común. Hay allí poca tolerancia de la diversidad cultural, lo que explica el porqué de la prohibición del velo en los sitios públicos. En cambio, el sello multicultural ha marcado la política británica, y cada etnia conserva su espacio religioso y costumbres ante la mirada condescendiente del Estado. Empero, los terroristas islámicos del verano sangriento de hace unos años en el transporte londinense nacieron y crecieron en el Reino Unido.

La realidad económica tiene un peso importante en la balanza anti-inmigratoria. El estancamiento y bajo crecimiento económicos han disminuido el número de plazas de trabajo, pero también otros brazos se han incorporado al mercado laboral con derechos plenos: los inmigrantes de los países de Europa del Este, los miembros más recientes de la Unión Europea. Polacos y rumanos, sobre todo, suman cientos de miles de el Reino Unido, España y Alemania. Son blancos y cristianos.

Es entendible que una sociedad se espante ante la realidad de un porcentaje apreciable de sus miembros que prefiere montar tienda aparte, y cuyos instintos y acciones se identifican con otra cultura y valores. Es un caballo de Troya en potencia, o por lo menos un serio obstáculo para la formulación del interés común. Es una situación reñida con el viejo concepto de nación.

En el caso de los romas y como escribía una columnista británica, nadie en su sano juicio los quisiera de vecinos. Ni siquiera los rumanos en Rumanía, quienes los miran con suspicacia y los consideran diferentes. Y lo son. Sus costumbres y modos de vida se apartan radicalmente del concepto occidental del hogar, las relaciones en sociedad y la práctica de la ciudadanía. Sus hábitos de higiene desconciertan, se apiñan en campamentos urbanos y semiurbanos, no se mezclan y muchos se dedican a la ratería o a la mendicidad. Por supuesto, hay mucho estereotipo en la descripción tradicional del gitano aunque las policías europeas podrían disminuir cualquier simpatía que se les tenga.

El sentido de no pertenencia que permea la vida del inmigrante es un lastre. No siempre su culpa, porque de ordinario el ambiente social conduce a la exclusión. De ahí la fórmula implementada por Canadá y Australia y más recientemente en el Reino Unido, basada en puntos que se acumulan por el conocimiento de la cultura e, imprescindible, el idioma. Si no se alcanza una puntuación mínima, no hay residencia permanente.

La libertad de tránsito nunca ha sido tal. Ahí están las fronteras para frustrar la tendencia humana a buscar nuevos horizontes y oportunidades o a enfrascarse en experiencias desafiantes. En el ínterin, la Europa civilizada ha decretado la suspensión de la ley de la supervivencia. Hasta nuevo aviso quisiéramos pensar.