El hombre y la mujer son los únicos seres vivos que se contraponen a la naturaleza. Los demás, desde las abejas arquitectas hasta los macacos africanos que organizan sus recursos de supervivencia, todos son determinados por la naturaleza. Ese distanciamiento humano frente al mundo natural hace que la realidad se revista de simbolismo y produzca la emergencia trascendental del imaginario.
Del interés por el fuego producido por el relámpago nace el conocimiento que despierta la conciencia. Volcada sobre sí misma, la conciencia humana sabe que sabe, mientras que los animales saben, pero desconocen la reflexión. A través del símbolo y del significado el ser humano se relaciona con la naturaleza, consigo mismo, con sus semejantes y con Dios.
Nace la cultura, el toque humano que hace arte de lo natural. La vida social adquiere contornos definidos y explicaciones categóricas. Del dominio de las fuerzas arbitrarias de la naturaleza se llega a las armas que permiten la imposición de un grupo cultural sobre otro. Sin embargo cultura es identidad y por tanto resistencia. Incluso así, la absolutización de sistemas ideológicos ofrece el paraíso, induciendo al dominado a sentirse excluido por no pensar con cabeza ajena.
En el Brasil colonial los métodos de catequesis cristiana introducían entre los indígenas el virus de la disgregación y hoy los dueños de las empresas mineras, de las madereras y el gobierno preguntan perplejos por qué los pueblos indígenas necesitan tanta tierra si no producen nada. Los pentecostales atacan a los umbandistas y ciertos sectores de la Iglesia cristiana miran con solemne desprecio el candomblé, como si sus fieles aún estuvieran en aquella época primitiva de la conciencia religiosa que no les permite saborear la belleza del canto gregoriano o la ortodoxia religiosa del Papa Ratzinger.
La caída de los gobiernos de los países socialistas del Este europeo señala, no el fin del socialismo, como propagan los medios capitalistas, sino de la absolutización de sistemas ideológicos. Se caen, con la herencia estalinista, todas las estrategias de hegemonización de la cultura, y hasta la misma idea de ‘evolución cultural’. No hay culturas superiores, hay culturas distintas. Agonizan las versiones totalizadoras en todos los terrenos de la producción de sentido (político, económico y religioso).
Quien pretende ignorar los signos de los tiempos tendrá que apelar al autoritarismo para infundir temor. Hoy sabemos que incluso en América Latina no hay una cultura única sino una multiplicidad de culturas -indígena, negra, blanca, sincrética- que se explican por sus mismos factores internos. Esa polisemia de sistemas de sentido es una riqueza, aunque amenace el poder de quienes imaginaban restaurar la uniformización universal.
Hace más de 500 años de la llegada de Colón a las Américas -una invasión genocida que algunos llaman ‘encuentro de culturas’- y conviene recordar esos conceptos antropológicos. Ahora la democracia impregna también la cultura. Cada hombre y mujer, grupo étnico o racial, descubre que puede ser productor del sentido de su vida. Lo difícil es respetar eso como valor, sobre todo nosotros los cristianos, que todavía no sabemos distinguir a Jesucristo del armazón judío y greco-romano que lo reviste y que tanto favorece el eurocentrismo eclesiástico.
Por suerte el mismo Jesús nos enseña la diferencia entre imposición y revelación. Se impone pervirtiendo la naturaleza del poder (Mateo 23, 1-12). Pero revelación significa ‘quitar el velo’: ser capaz de captar los fragmentos culturales de cada pueblo y reconocer las primicias evangélicas allí contenidas, como afirmó el concilio Vaticano 2º.
Además, Dios no habla latín. Prefiere el lenguaje del amor y de la justicia. Y ese dialecto incorpora y entiende a toda cultura. (Traducción de J.L. Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Diario de Fernando. En las cárceles de la dictadura militar brasileña”, entre otros libros.