¿Por qué razón misteriosa un debate debe ser acalorado? ¿Qué pasiones hacían subir el calor de las discusiones juveniles? ¿Pretensiones egoístas? ?Exceso de vitalidad? ¿Chisporroteo puro destinado a la dispersión de energía? El primer verso de un famoso soneto de Shakespeare dice: “Cuando cuento las horas que jalonan el tiempo”; la composición parece estar dedicada a una mujer que envejece: “me pregunto qué suerte correrá tu belleza”. Al concluir, afirma: “Nada puede afrontar la guadaña del tiempo,/solo un hijo quizá cuando tu ya no estés”. Los recuerdos seleccionados, organizados en pilas, van levantando “jalones”, hitos o marcas que señalan lo importante.
El transcurso del tiempo nos obliga a revisar el sentido de nuestros valores; a jerarquizarlos de nuevo con otra “estimativa”… que no podrá ser la del “joven discutidor impetuoso”. No se trata únicamente del otoño de las vidas que nos conciernen “o de la altiva arboleda despojada del verde”, según lo escribe Shakespeare en ese soneto, publicado en 1609. Es que se llega a la conclusión melancólica de que las personas –con todos los defectos y limitaciones que tengan-, son más valiosas que las ideas, los argumentos y razonamientos. Ideas que nos parecieron luminosas, que un día esgrimimos como cuchillos, dejan de alumbrar y de ser cortantes.
Los “remolcadores” de la vida son los valores que apreciamos en cada época. Esas “flechas de la conducta” dirigen nuestras acciones, determinan el comportamiento de jóvenes y viejos. La belleza, la justicia, el bien, tienen un “atractivo clásico”; el de los valores que se prefieren sin que intervenga la inteligencia. Los “preferimos” de modo inmediato. Pero las ambiciones –profesionales, económicas, de reconocimiento público, de poder político, crean nuevos “motores intencionales”. Entre ellos, el odio y el amor.