Al abrir la puerta de la casa de Beg, un espeso humo procedente del opio impregna el aire fresco de la montaña como si fuera el vapor de una casa de baños. Son las ocho de la mañana y toda la familia, compuesta por seis miembros –incluido un bebé de un año de edad-, está ya acurrucada con la pipa de opio en los labios.
Beg, de 65 años, aspira y exhala una nube de humo. Pasa la pipa a su mujer. Ella se la pasa a su hija. La hija sopla el humo del opio en la boquita del bebé, a quien se le ponen los ojos en blanco.
“Cuando mis niños están inquietos y se ponen a llorar, no puedo trabajar bien”, decía Feroza, una tejedora de alfombras y madre de seis hijos en la provincia norteña de Faryab. “Cuando les doy un poquito de opio, se calman y se duermen, permitiéndonos trabajar”.
Sus rostros están demacrados, tienen el pelo enmarañado, no huelen bien.
En docenas de aldeas situadas en la montaña de este remoto rincón de Afganistán, la adición del opio ha llegado a ser algo tan arraigado que familias enteras –desde los bebés a los ancianos- se han convertido en adictos. Aislados del resto del mundo por arroyos glaciales, la adicción va extendiéndose casa a casa, infectando comunidades enteras. Hace años, sólo había una familia con problemas de adicción en Sarab, ahora al menos la mitad de la población, unos 1.850 habitantes, es adicta.
Afganistán suministra casi todo el opio que se produce en el mundo, la materia prima utilizada para fabricar la heroína y, aunque se exporta la mayor parte de esa cosecha letal, queda bastante cantidad atrás creando un ciclo vicioso de adicción. Según el Departamento de Sanidad y Servicios Humanos de EEUU y una investigación que Naciones Unidas realizó en 2005, en Afganistán hay al menos 200.000 adictos al opio y a la heroína -50.000 más que en EEUU, país mucho más grande y rico-. Se teme que los resultados de un posible nuevo estudio den tasas mucho más altas de la adicción que constituye un escape para la enorme cantidad de víctimas humanas de las continuas guerras y de la desesperante pobreza.
Al contrario que en Occidente, aquí el carácter tan unido de las comunidades hace que la adicción se convierta en un problema familiar. En lugar de extenderse de un rebelde adolescente a otro, el hábito pasa de madre a hija, de padre a hijo. Está transformando pueblos como éste en un paisaje de degradación humana.
Aparte de unas cuantas esterillas deterioradas, la casa de Beg está vacía. Ha empeñado todas las pertenencias de la familia para poder pagar la droga.
“Me avergüenza ver en lo que me he convertido”, dice Beg, con un sucio turbante enrollado en la cabeza. “He perdido el respeto hacia mí mismo. He perdido mis valores. Le quito la comida a este niño para pagarme el opio”, dice, señalando a su nieto de cinco años, Mamadin. “Tiene hambre”.
Los antepasados de Beg poseían la mayor parte de las tierras del pueblo, localizado junto a un torrente al final de un cañón de escarpadas montañas en la provincia de Badakshan, a cientos de millas al noreste de Kabul, la capital afgana.
En otra época llegó a tener 1.200 ovejas. Pero las fue vendiendo una a una para pagarse la droga. A la venta de las ovejas le siguió la venta de la tierra. Convirtió su espaciosa casa, que una vez estuvo revestida con alfombras ornamentales, en un caparazón lleno de fango. Cultiva filas de patatas en el último de los campos que le quedan y cada vez que recoge la cosecha, tiene que decidir entre alimentar a sus nietos o comprar opio. Normalmente, elige las drogas.
Necesidades básicas, como la compra jabón, hace tiempo ya que no se atienden.
“Si tenemos 50 centavos, compramos opio y nos lo fumamos. No utilizo los 50 centavos para comprar jabón para lavar nuestra ropa”, explica Raihan, la hija de Beg y madre del bebé de un año. El pequeño lleva una camiseta mugrienta sin ropa interior alguna. “Puedo estar sin comida pero no sin opio”.
Los pocos centros de tratamiento para drogadictos que hay en el país están en las grandes ciudades, lejos de pueblos como éste. E incluso aquellos que pueden llegar hasta las ciudades, a menudo no consiguen ayuda. La clínica para tratar a los drogadictos en la provincia de Takhar, la más cercana a Sarab, tiene una lista de espera de 2.000 personas y tan sólo 30 camas.
Por eso, los aldeanos se están ahogando en opio. Empiezan a tomarlo cuando caen enfermos, confiando en sus propiedades anestésicas; el opio se utiliza también para hacer morfina. Desde Sarab, un pueblo situado a unos 2.500 metros de altitud, que se queda aislado por la nieve más de tres meses al año, se necesita caminar todo un día por senderos de montaña para poder llegar al hospital más cercano. Las pocas tiendas que hay allí no venden ni aspirinas.
“El opio es nuestro médico”, dice Beg. “Cuando te duele el estómago, das una calada. Después tomas un poco más. Y un poco más. Y poco a poco te conviertes en un adicto. Una vez que estás enganchado, se acabó. Estas muerto”.
Cuando su nieto Samsuddin, de un año, se cortó el dedo con la jamba de la puerta, Beg sopló humo de opio en la boca del niño, una práctica habitual en esta parte del mundo que está provocando ahora una adicción infantil masiva. No quiere que su nieto se convierta en adicto, pero dice que no tiene elección. “Si aquí no hay medicinas, ¿qué podemos hacer? La única forma de hacer que se sienta mejor es darle opio”.
Desde la primera calada, van aumentando hasta llegar a un hábito de tres veces al día. Cuando Beg empezó a utilizar opio, no sólo fue su mujer y su hija las que le siguieron. Fue su hermano. Después, la mujer de su hermano. Como una epidemia que va extendiendo sus tentáculos por todo el pueblo.
Los trabajadores sanitarios dicen que para atajar la adicción, es necesario tratar a la comunidad entera. El pasado año, el Ministerio de Sanidad cogió a 120 adictos de Sarab y los llevó a unas instalaciones en una ciudad a un día de camino para someterles a tratamiento. Tres meses después, se encontraron con que 115 de los 120 habían recaído.
“Fue mi vecino el que empezó primero otra vez con el opio”, explica Nur, una de las mujeres tratadas, cuyos ojos semejan cuevas oscuras. “Después, mi primo. Después, mi marido y, después de un tiempo, también me enganché yo”.
La mayoría de los adictos gasta entre tres y cuatro dólares al día en opio en una zona del mundo donde la gente sólo gana una media de dos dólares al día. Venden sus tierras y se endeudan terriblemente para poder mantener la dependencia.
“Era un hombre rico”, dice Dadar, un hombre que parece tener unos 70 años y cuya familia de siete miembros están todos enganchados. “Tenía rebaños, tenía tierra. Pero empecé a fumar. Vendí los rebaños, vendí la tierra. Ya no tengo nada”.
Lleva puesto un viejo cortavientos incrustado de suciedad. Su mujer abre los labios y muestra una boca llena de dientes podridos. Sus nietos tienen el pelo enredado y llevan ropas rasgadas llenas de mugre.
Como han vendido el ganado, ya no pueden comer carne. Cuando vendieron la última de sus tierras, también perdieron el trigo, las patatas y las verduras. Su dieta consiste ahora en té y algún ocasional trozo de pan que les pueda dar un vecino.
“Cuando una persona se convierte en adicta, no tiene nada para comer”, dice Dad. “Eso afecta a su vecino, porque el vecino se ve forzado a darle una parte de su comida. Por esa razón, todos nosotros somos cada vez más pobres”.
Después de vender sus tierras, algunas familias adoptan medidas más desesperadas aún. Toman préstamos de los vendedores de droga. Después les venden a sus hijas, operación conocida como “las novias del opio” para pagar la deuda. Y arrendan a sus hijos.
“Sé que está enfadado conmigo. Pero, ¿qué puedo hacer? No me queda nada para vender”, dice Jan Vegum, que ha enviado a su hijo de 14 años a trabajar en la construcción para los traficantes de droga. “Intento parar, pero no puedo, el dolor se hace insoportable”.
El problema se agrava a causa de los vecinos de Afganistán. Irán, situado inmediatamente al oeste, padece el uso de heroína per capita más alto del mundo. Los laboratorios de heroína allí, así como los de Pakistán, al este, utilizan el opio importado de Afganistán. Esos países están ahora exportando adicción a la heroína de regreso a Afganistán, a través de los refugiados que vuelven al país.
Al igual que el opio, la heroína en Afganistán está afectando a familias enteras. Gul Pari, de 13 años, observaba como su madre se colocaba con la heroína cuando ella y su hermano estaban en la escuela primaria. Ahora ella yace en una cama en un centro para el tratamiento de drogadictas de Kabul. Su hermano Zahar, de 15 años, está al otro lado de la ciudad, en una instalación para hombres.
Sus cuerpos son como ramas a punto de quebrarse. La niña de 13 años intenta apoyarse en un codo, pero su brazo no puede sostenerla y cae sobre la almohada. Su escuálido hermano se apoya contra la pared para no desplomarse.
¿Qué sucederá cuando regresen a su hogar? Nadie lo sabe. Viven con su madre –una adicta a la heroína en fase de recuperación- bajo una lona en el patio de una casa abandonada.
Mohammad Asef, un trabajador sanitario de la clínica donde se cuida de Zaihar Pari, dice que está preocupado por las posibilidades de recuperación del niño. “En EEUU la gente va y se coloca en los parques. En Afganistán, lo hacen en casa”, dice Asef. “Lo meten dentro. Lo queman en el horno familiar. Todo el mundo lo ve. Por eso todo el mundo está afectado”.
En Sarab, los aldeanos que no son adictos guardan las distancias con los que lo son. No les invitan a sus casas. Les desaniman de acudir a las reuniones del pueblo. Lo hacen así intentando ponerse en cuarentena ellos mismos.
Beg dice que ha perdido toda la esperanza. Incluso cuando le entierren, sus huesos necesitarán 70 años para que sus huesos se liberen del opio. Su esperanza, dice, son sus nietos, los únicos de su familia que aún no se han convertido en adictos.