Saber quién y por qué razón mataron a Kennedy son aún preguntas sin respuestas
Un hombre público con elevadas responsabilidades que pueden ser las de presidente de una potencia en ascenso, que puede llamarse John F. Kennedy, y haber quedado mal parado con la Real Politik, sus promotores, que deciden a la sombra, es eliminado en plena vía pública con la ayuda eventual de la suerte y un rifle potente desde las manos vengativas de un “paranoico” y desde una distancia respetable.
Esa está dentro de las posibilidades que permiten las circunstancias de un momento potencialmente flamígero. No hay ejercicio político que no entrañe riesgos. Desconocerlo puede revocar el más prometedor liderazgo. Incluso le puede esperar un desenlace funesto en condiciones parecidas a cualquiera que no llegue a ser presidente.
Pero la escogencia del blanco preciso difícilmente puede ser disputable al azar o al capricho de una persona que no buscara otra cosa en el mundo que eliminar a un popular dirigente político que ejerce el cargo presidencial. Ahora mismo hay personas cuyas adrenalinas anhelan todo tipo de aventuras desorbitadas. Pero aquellos días eran otros con expectativas bastantes diferenciadas.
La conspiración -hay que precisarlo bien- que habrá de disponer de la vida de un mandatario de esas dimensiones, que ingenuamente confiado, en una era de política interna más o menos flexible, y que se expone a las miradas y al calor de la multitud complacida y admirada de su líder, ¿puede ser el trabajo sombrío, glacial, de una persona que actúa en solitario?
¿Puede ser ésta la obra de un hombre sólo, resentido políticamente talvez, aunque nada ni nadie lo ha demostrado, actuando como si perteneciera a la vengativa Cosa Nostra, cuando lo que hay en perspectiva de por medio es que el presidente se ha pronunciado por el desarme mundial conociendo perfectamente que hay inmensos intereses de por medio que se oponen a ello?
¿Puede ser ésta la obra personal de alguien que nunca admitió haberla ejecutado y que la negó ardientemente, cuando parece cierto, según lo declara el porvenir, que no se trató de un trabajo de aficionados.
Sobre todo cuando a la experiencia de Bahía de Cochinos, una operación fracasada contra Cuba, entonces abiertamente hostil, se suma la negociación del desbloqueo a la isla con la Unión Soviética que impidió el choque bestial de dos potencias armadas con nucleares y a punto de la inminente colisión de consecuencias devastadoras?
El archivamiento, con categoría de Estado, a un plazo de cincuenta años, del expediente Kennedy, el primer presidente católico, no militarista, por cierto, lo cual resulta algo extraño- en sus contextos más conflictivos, ya va sorbos de un caldo espeso, con todas las implicaciones evidentes y ciegas de esa decisión, sobre todo aquella que enfría el debate jurídico e impide tomar acciones ejemplarizadoras contra posibles culpables de Estado. Se trataría, pues, del crimen perfecto, pulido en el camino, perfeccionado después de algunas medidas silenciadoras, las más comprometidas en una indagación profunda.
Esa prensa norteamericana tan exquisita que dispone de ingeniosas formulaciones justificatorias habrá de decir posteriormente que al clan Kennedy “le persigue un maleficio” oscuro, un fucú, una predisposición a la fatalidad. Así, con estas dosificadas precisiones de muerte sistemática, hasta Lucifer tiembla en su incómodo y envejecido averno, ya casi pasado de moda. ¡Qué sofisticados nos hemos tornado!
Habiéndose despejado el enorme polvo levantado en años de estupor y de espera, el magnicidio permite ahora las conjeturas que no podían incluirse en los informes de una comisión investigadora que se atuvo única y exclusivamente a los pormenores del homicidio puro y simple sin explorar las posibilidades ciertas de la conspiración política estamentaria. Un presidente puede ser asesinado por un “paranoico” insensible -si ese es el rol que se le quiere hacer representar a un hombre que no dejó pruebas de haberle odiado y que después es asesinado para que no devele la trama. Porque un presidente de alto vuelo puede ser asesinado-impunemente- por un sistema, por su sistema.
Creer en la planificación del asesino que prepara un plan única y exclusivamente para salir de un presidente que no le simpatiza-pero del cual no deja ningún testimonio de odio y luego niega con vehemencia haberlo matado- es de una ingenuidad todavía mayor.
Ese “puzzle” superior de intriga pobremente velada se va complicando todavía más cuando el futuro, ya maduro y repuesto del trauma pos asesinato, permite ver que a las pesquisas y experticias realizadas se le ha adicionado, no sin cierto sentimiento de intriga política, el dato de que el supuesto asesino, Lee Harvey Oswald, había viajado y era simpatizante fiel de la Unión Soviética.
Pero todos se cuidan de acusar a la potencia rival, en ese momento vertiginoso, de haber preparado o alentado incluso el potencial crimen de Estado. En medio del horror y como para agregar nuevas advertencias y argumentos conclusivos, asesinan al único hombre con las mejores probabilidades de llegar al trasfondo de todo, el procurador general, su hermano Robert. ¿No es como para creer de manera más firme y segura, en la conspiración a gran escala que tiene su punto taxativo de interlace en la eliminación física de un gobernante que ya más que cualquier otra eventualidad es un problema?
Muerte Kennedy
La muerte de John F. Kennedy (1917- 1963), el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos, ocurrió el viernes 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, a las 12:30 del mediodía. Ejerció como Presidente desde 1961 hasta 1963.