Thursday, May 20, 2010

Miro a quien me mira...

Adital

Imagine una cárcel redonda como el estadio de Maracaná- Hay varios niveles de celdas. No tiene ninguna tiene puerta, de modo que un único carcelero, situado en el centro de la construcción circular, controla él solo el movimiento de cientos de prisioneros.

Éste es el modelo panótico de Bentham, descrito por Michel Foucault en Vigilar y castigar. Muchas cárceles lo adoptaron. Tuve oportunidad de visitar una de ellas, en la isla de la Juventud, en Cuba, construida antes de la Revolución y ahora desactivada.

Vivimos en una sociedad panótica. En cualquier sitio en que nos encontremos un ojo nos ve. Somos vistos; casi nunca vemos a quien nos ve. No me refiero sólo a las cámaras discretas u ocultas en calles y plazas, ascensores y mercados. El ojo más poderoso es la televisión, exactamente ese aparato al que dejamos decidir cuándo y qué veremos.

Encendemos la TV motivados por su ojo invisible; él suscita en nosotros esa actitud. Antes de que el canal lance al aire un espacio publicitario o un programa se han realizado varias encuestas para asegurar al anunciante o patrocinador el éxito de audiencia. Se conoce la mirada ajena a través de exhaustivas encuestas de opinión.

Eso influye en la (des)igualdad del arte. Ahora el artista no crea a partir de su subjetividad e imaginación. Más bien procura satisfacer la mirada del público. Él se mira por el ojo del consumidor de su obra. Su fuente de inspiración no reside en la osadía de quebrar y sobrepasar el lenguaje estético que le precede, de expresar los ángeles y demonios que le pueblan el alma, sino en la voluntad de agradar al público, de crear un mercado de consumo para su obra, aunque sea a costa de banalizar su propio talento. El ojo prometedor del mercado configura su mirada en el acto creativo.

Todo ese proceso fue expresivamente tratado en obras como 1984, de George Orwell (1949), y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953), filmada en 1966 por François Truffaut. El fenómeno actual más expresivo es el Big Brother, que promueve el arrebañamiento de los telespectadores, que los hace a todos sentirse hermanos, igualados por la imbecilidad mirona de observar el ritual canibalista que sucede en el interior de la casa.

Inducidos por ese sentimiento egogregario, perdemos la singularidad. El ojo del Gran Hermano nos mira perentoriamente y nos exige un comportamiento de rebaño humano.

Antes había una economía de bienes materiales institucionalmente separada de una economía de bienes espirituales. De estos últimos cuidaban los sacerdotes y pastores, intelectuales y profesores, artistas y escritores.

Ahora la industria del entretenimiento se encarga de la producción de bienes espirituales, integrándonos en la familia televisual. La transformación (avatar) nos llega por la ventana electrónica. Los nuevos bienes espirituales ya no imprimen sentido altruista a nuestras vidas, pero sí motivaciones egóticas de acceso al mercado de productos superfluos: fama, belleza y riqueza. Somos impelidos a consumir, no a reflexionar. Cada vez más acríticos, nos volvemos ventrílocuos manipulados por la ideología mediática que repudia la solidaridad y exalta la competitividad.

En La dulce vida, película de Fellini, la última escena muestra el final de una noche bohemia de gente de la alta burguesía. Caminan todos atropelladamente por un bosque en dirección al mar- Al llegar a la playa, la ebria alegría se encuentra con el inmenso ojo inerte de un monstruo marino (una inmensa medusa) que los pescadores arrastran hacia la arena. El ojo mira a aquella gente y causa angustia y miedo, como si la despertase de su falsa alegría y la interpelase en el fondo del alma.

Éste es el ojo crítico al que tanto tememos. Y cuando él emerge, los oráculos del sistema neoliberal tratan de cegarlo y ahogarlo. Él amenaza porque funciona como espejo en el que nuestra mirada se refleja y mira la mediocridad en la que estamos inmersos, movidos cual rebaño por el Gran Hermano -el entretenimiento televisivo creado como estímulo al consumismo.