He venido reflexionando con algunos amigos en torno a la realidad por la que atraviesa nuestro país en el ámbito ético-moral, a la inverosimilitud de aceptar determinado comportamiento de mucha gente, así como alrededor de otras importantes temáticas del acontecer cotidiano que giran alrededor de esa realidad.
Algunos arribamos a la conclusión de que, de una manera u otra, a las distintas sociedades las enmascaran; que de forma a veces muy descarada a los gobiernos se la ajustan antes de su asunción al poder; que sucede también con los partidos y las organizaciones políticas, quienes poseen un armario atestado de caretas para cada circunstancia, para cada coyuntura.
Que desde siglos a la democracia le enganchan su antifaz; mientras que a los dirigentes políticos se los diseñan blindados, a fin de que no se le estropee y protegerlos de cualquier temporal.
Sin lugar a dudas que el nuestro es un país habitado por enmascarados, a diestra y siniestra, en donde ni siquiera se guardan las apariencias.
Encontrar algún rostro propio, sin antifaz, entre quienes se revisten de líderes, de funcionarios oficiales y de altos ejecutivos de empresas privadas, así como en numerosas organizaciones de la sociedad civil, sería lo mismo que hallar un alfiler sin cabeza en medio de un desierto. Posiblemente ni los sectores eclesiásticos escapan a estos espíritus carnavalescos.
Pocos pondrían en entredicho que en el devenir del tiempo el antifaz se ha venido instituyendo en el verdadero rostro de los más importantes estamentos de la sociedad en la que cohabitamos, a muchos de cuyos portadores les resulta embarazoso desprenderse de él, a lo mejor por haberse habituado.
A decir verdad, nos encontramos en un colorido carnaval de 365 días, en donde la mayoría de la gente anda con su "auténtico" rostro en los bolsillos o encerrado en una hermética gaveta, si es que alguna vez lo tuvo.
El que vivimos, es un mundo en el que contienden la verdad y el engaño.
En el que cada quien se encierra en su propia razón, en su creencia preferida, en su ley y su virtud, para quienes el disfraz es indispensable, en la generalidad de las veces imprescindible.
A los niños también se les pone su antifaz desde que gatean, a fin de acostumbrarlos a usarlo en la sociedad en donde habrán de crecer.
En la misma familia se les educa para la simulación y la mentira. "Si me llaman dile que no estoy", le dice el padre al hijo. Una manera muy sutil de irlo formando en la falsedad.
Esa realidad nos debe conducir a reflexionar sobre cada paso que damos y cada palabra que pronunciamos, en la búsqueda de enmarcarlos en el complejo ámbito de la decencia, lo que además nos obliga a vivir empujados por la verdad, con un grado indispensable de prudencia, de bondad y de justicia, sin cuyos valores la vida se tornaría insoportable.
Sólo aquellos incautos se enmascaran en épocas de carnaval, usando disfraces atractivos, a la vista de todos, y lo celebran como una fiesta, en el marco de un gran festival.
Utilizan sus máscaras un día, quizás dos, y ya; mientras hay quienes no se pueden desprender de su antifaz por un segundo, ni siquiera en el sepulcro; se lo llevan consigo al paraíso o al infierno, en donde más quepan.
No me explico de qué manera alguien puede adaptarse a andar con un antifaz día tras día, durante todo el año, por toda una vida, sin el mínimo escrúpulo para desprenderse de él.
Algunos arribamos a la conclusión de que, de una manera u otra, a las distintas sociedades las enmascaran; que de forma a veces muy descarada a los gobiernos se la ajustan antes de su asunción al poder; que sucede también con los partidos y las organizaciones políticas, quienes poseen un armario atestado de caretas para cada circunstancia, para cada coyuntura.
Que desde siglos a la democracia le enganchan su antifaz; mientras que a los dirigentes políticos se los diseñan blindados, a fin de que no se le estropee y protegerlos de cualquier temporal.
Sin lugar a dudas que el nuestro es un país habitado por enmascarados, a diestra y siniestra, en donde ni siquiera se guardan las apariencias.
Encontrar algún rostro propio, sin antifaz, entre quienes se revisten de líderes, de funcionarios oficiales y de altos ejecutivos de empresas privadas, así como en numerosas organizaciones de la sociedad civil, sería lo mismo que hallar un alfiler sin cabeza en medio de un desierto. Posiblemente ni los sectores eclesiásticos escapan a estos espíritus carnavalescos.
Pocos pondrían en entredicho que en el devenir del tiempo el antifaz se ha venido instituyendo en el verdadero rostro de los más importantes estamentos de la sociedad en la que cohabitamos, a muchos de cuyos portadores les resulta embarazoso desprenderse de él, a lo mejor por haberse habituado.
A decir verdad, nos encontramos en un colorido carnaval de 365 días, en donde la mayoría de la gente anda con su "auténtico" rostro en los bolsillos o encerrado en una hermética gaveta, si es que alguna vez lo tuvo.
El que vivimos, es un mundo en el que contienden la verdad y el engaño.
En el que cada quien se encierra en su propia razón, en su creencia preferida, en su ley y su virtud, para quienes el disfraz es indispensable, en la generalidad de las veces imprescindible.
A los niños también se les pone su antifaz desde que gatean, a fin de acostumbrarlos a usarlo en la sociedad en donde habrán de crecer.
En la misma familia se les educa para la simulación y la mentira. "Si me llaman dile que no estoy", le dice el padre al hijo. Una manera muy sutil de irlo formando en la falsedad.
Esa realidad nos debe conducir a reflexionar sobre cada paso que damos y cada palabra que pronunciamos, en la búsqueda de enmarcarlos en el complejo ámbito de la decencia, lo que además nos obliga a vivir empujados por la verdad, con un grado indispensable de prudencia, de bondad y de justicia, sin cuyos valores la vida se tornaría insoportable.
Sólo aquellos incautos se enmascaran en épocas de carnaval, usando disfraces atractivos, a la vista de todos, y lo celebran como una fiesta, en el marco de un gran festival.
Utilizan sus máscaras un día, quizás dos, y ya; mientras hay quienes no se pueden desprender de su antifaz por un segundo, ni siquiera en el sepulcro; se lo llevan consigo al paraíso o al infierno, en donde más quepan.
No me explico de qué manera alguien puede adaptarse a andar con un antifaz día tras día, durante todo el año, por toda una vida, sin el mínimo escrúpulo para desprenderse de él.
De Menoscal Reynoso