Por Andrés L. Mateo.-
Me senté como un pendejo en un Metro vacío, y cuando arrancó comprendí que yo no había venido a la tierra a gozar, y que no era fiel a nada, excepto al tembloroso verdor de la inocencia. En el vagón éramos seis personas, en el punto de desembarco todos sumaban 33. A la segunda ronda creía que me había vuelto maravilloso, tenía todo un vagón para mí solo, adoraba ver los barrios miserables pasar veloces ante mis ojos, y rechacé con vehemencia cualquier paisaje atormentado que se pudiese instalar en mi conciencia. Hasta que me asaltó la maldita manía de filosofar.
¿Entonces el Metro, en realidad, es apenas un pomposo juguete que se mueve zigzagueando dentro de un tumultuoso anillo de miserias? ¿No es un smoking sobre el leproso cuerpo de la sociedad dominicana? ¿Acaso es el estallido inocultable de un larguísimo deleite del autoritarismo, que le ha permitido borrar a su antojo la memoria social? ¿No lo plasma la voluntad de un solo individuo que realiza el misterio de engendrarse a sí mismo?
Juan Jacobo Rousseau advirtió que el Estado moderno, representativo, con su separación de los poderes, es sólo posible allí donde la nación ha devenido sociedad civil, donde ese Estado no sea más que una abstracción de esa sociedad. Para que esto se cumpla, la sociedad civil debe apartarse de sí misma en cuanto sociedad civil, mediante un acto político que es una completa transubstanciación. En Rousseau es una fórmula simple: “Enajeno mi libertad para participar en la soberanía”. Ese es el verdadero centro del Contrato Social, la base del poder que ejercen los gobernantes; pero la racionalización histórica que lo acompaña obliga a dirigir todos los actos de los gobernantes al bien común.
Sentado como un pendejo en un Metro vacío, filosofé que la voluntad de construirlo no tiene nada que ver con el bien común, que es un uso, un pregón de la especial naturaleza divina de su constructor, una fuente de acumulación originaria y un estímulo a la corrupción desenfrenada que nos gobierna.
Si la idea del bien común guió el éxito más franco y más duradero de la democracia occidental, el concepto de prioridad en la inversión pública define al gobernante. ¿Importa, en términos históricos, cuántos niños se hubieran podido salvar, o qué suma de felicidad ciudadana se hubiera podido conseguir con lo que se gastó en la construcción de la línea Metro?
Si juzgamos ese signo -pensé- transformado en el lenguaje del poder, un Metro vacío no pasa inventario de las miserias y privaciones que originó su construcción. Como ocaso, es también algo más que su estructura. Pese a que su realidad no resiste el más leve análisis de la lógica burguesa. ¡Oh, Dios, me estoy apeando del Metro, gracias por liberarme de la gloria y el hechizo!