Decía Perich, un extraordinario filósofo catalán al que algunos tenían por humorista, que “la prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede ser presidente, la tenemos en su presidente”.
La última vez, sin embargo, en la que el pueblo estadounidense no sólo votó sino que, incluso, eligió, no eligió a cualquiera, sino al candidato más elegante, en su porte y sus maneras, negro y demócrata para más señas, sorprendentemente culto, aunque nunca hubiese leído a Galeano, y con un programa de gobierno que prometía poner fin a la barbarie que le había precedido. Un candidato que, entre otras virtudes, había despertado en muchísimos sectores de la sociedad estadounidense el entusiasmo y la confianza perdida en la vida política.
Si comparamos a Obama con cualquiera de sus antecesores, no habría nada que deliberar. No sólo era el mejor de los posibles, su talante, su pulcritud, sus gestos, su tono, su palabra, generaban simpatías, también, fuera de los Estados Unidos. Podríamos igualmente contrastar la imagen de Obama con cualquiera de los líderes europeos que, tampoco en ese caso habría debate.
Pero yo no creo en Obama, aunque reconozco que me cautiva su personalidad cada vez que lo veo en la televisión, sea saludando adhesiones o matando moscas.
Sigo pensando que se trata del mejor anuncio realizado nunca en la historia de la publicidad, y que contó, obviamente, con un extraordinario modelo, fruto de un “casting” inmejorable. Un anuncio que se renueva todos los días aunque siga ofreciendo el mismo producto y con las mismas características.
Cierto es que algunos de los proyectos sociales que el presidente estadounidense está tratando de implementar en su país son progresistas y que para todos ha dispuesto de muy buenas palabras, pero frente a la histórica oportunidad que la crisis ponía en sus manos para haber llamado, siquiera, la atención sobre la necesidad de reinventar la vida, de un imprescindible cambio de rumbo, prefirió acudir en rescate de la banca y de la industria del automóvil y de cualquier fuga de aire que importune el orden y el mercado.
Cierto es que prometió cerrar el campo de exterminio de Guantánamo, pero ahí siguen, todavía, penando sus culpas a la espera de una justa reparación, los cientos de presos secuestrados a los que ahora se propone repartir por el resto del mundo.
Cierto es que condenó la tortura en los términos más concluyentes, pero concluyente fue, también, cuando desistió de llevar a la justicia a los responsables de la execrable tortura que tanto le había conmovido.
Cierto que habla constantemente de diálogo y de paz, pero no ha dejado de hacer la guerra; que habla de la necesidad de respetar las soberanías ajenas, pero no aclara cuales son las propias; que habla de la urgencia de reconducir sus relaciones con Cuba, pero no levanta el embargo y sigue manteniendo presos a los cinco patriotas cubanos; que habla de respetar la constitucionalidad de cada país, pero su gobierno y sus administrados persisten en alentar golpes de Estado o destituciones y renuncias forzadas, que como eufemismo ni siquiera es original.
Cierto que habla de nuevos tiempos, pero al frente de la administración estadounidense siguen estando viejos conocidos de todos y no, precisamente, para bien. Obama lleva muchos meses hablando y aún no encuentra el día para hacer. Por eso yo no creo en Obama. Aunque no le retiro el beneficio de la duda, y ojalá me equivoque, yo no creo en él por la simple razón de que Obama sólo es el presidente de los Estados Unidos, el funcionario que mantienen al frente de la Casa Blanca los que nunca pasan por las urnas pero siempre detentan el poder. Obama sólo es el relacionador público, con rango y sueldo de presidente, de la empresa que tiene asiento detrás del trono. Obama sólo es eso, el hombre del anuncio, y lo seguirá siendo hasta que, si me equivoco, la coherencia lo lleve a la tumba, posiblemente a manos de un perturbado que actuaba solo y al servicio de nadie, o el descrédito lo termine sacando de la Casa Blanca.
La última vez, sin embargo, en la que el pueblo estadounidense no sólo votó sino que, incluso, eligió, no eligió a cualquiera, sino al candidato más elegante, en su porte y sus maneras, negro y demócrata para más señas, sorprendentemente culto, aunque nunca hubiese leído a Galeano, y con un programa de gobierno que prometía poner fin a la barbarie que le había precedido. Un candidato que, entre otras virtudes, había despertado en muchísimos sectores de la sociedad estadounidense el entusiasmo y la confianza perdida en la vida política.
Si comparamos a Obama con cualquiera de sus antecesores, no habría nada que deliberar. No sólo era el mejor de los posibles, su talante, su pulcritud, sus gestos, su tono, su palabra, generaban simpatías, también, fuera de los Estados Unidos. Podríamos igualmente contrastar la imagen de Obama con cualquiera de los líderes europeos que, tampoco en ese caso habría debate.
Pero yo no creo en Obama, aunque reconozco que me cautiva su personalidad cada vez que lo veo en la televisión, sea saludando adhesiones o matando moscas.
Sigo pensando que se trata del mejor anuncio realizado nunca en la historia de la publicidad, y que contó, obviamente, con un extraordinario modelo, fruto de un “casting” inmejorable. Un anuncio que se renueva todos los días aunque siga ofreciendo el mismo producto y con las mismas características.
Cierto es que algunos de los proyectos sociales que el presidente estadounidense está tratando de implementar en su país son progresistas y que para todos ha dispuesto de muy buenas palabras, pero frente a la histórica oportunidad que la crisis ponía en sus manos para haber llamado, siquiera, la atención sobre la necesidad de reinventar la vida, de un imprescindible cambio de rumbo, prefirió acudir en rescate de la banca y de la industria del automóvil y de cualquier fuga de aire que importune el orden y el mercado.
Cierto es que prometió cerrar el campo de exterminio de Guantánamo, pero ahí siguen, todavía, penando sus culpas a la espera de una justa reparación, los cientos de presos secuestrados a los que ahora se propone repartir por el resto del mundo.
Cierto es que condenó la tortura en los términos más concluyentes, pero concluyente fue, también, cuando desistió de llevar a la justicia a los responsables de la execrable tortura que tanto le había conmovido.
Cierto que habla constantemente de diálogo y de paz, pero no ha dejado de hacer la guerra; que habla de la necesidad de respetar las soberanías ajenas, pero no aclara cuales son las propias; que habla de la urgencia de reconducir sus relaciones con Cuba, pero no levanta el embargo y sigue manteniendo presos a los cinco patriotas cubanos; que habla de respetar la constitucionalidad de cada país, pero su gobierno y sus administrados persisten en alentar golpes de Estado o destituciones y renuncias forzadas, que como eufemismo ni siquiera es original.
Cierto que habla de nuevos tiempos, pero al frente de la administración estadounidense siguen estando viejos conocidos de todos y no, precisamente, para bien. Obama lleva muchos meses hablando y aún no encuentra el día para hacer. Por eso yo no creo en Obama. Aunque no le retiro el beneficio de la duda, y ojalá me equivoque, yo no creo en él por la simple razón de que Obama sólo es el presidente de los Estados Unidos, el funcionario que mantienen al frente de la Casa Blanca los que nunca pasan por las urnas pero siempre detentan el poder. Obama sólo es el relacionador público, con rango y sueldo de presidente, de la empresa que tiene asiento detrás del trono. Obama sólo es eso, el hombre del anuncio, y lo seguirá siendo hasta que, si me equivoco, la coherencia lo lleve a la tumba, posiblemente a manos de un perturbado que actuaba solo y al servicio de nadie, o el descrédito lo termine sacando de la Casa Blanca.