Si los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial, a Haití no podría haberle ido peor de lo que le ha ido. Haití refleja, como pocos lugares en el mundo, la hipocresía de Estados Unidos y del denominado mundo libre cuando se jactan de su compromiso con la democracia. Haití hace pensar que, si en Estados Unidos hay democracia, es porque no hay embajada de Estados Unidos.
En diciembre de 1990, pareció cumplirse el más hermoso sueño democrático de los haitianos cuando Jean Bertrand Aristide arrasó en las primeras elecciones libres de la historia del país, al obtener el 67% de los votos. Después de años de dictaduras brutales, que se habían cobrado miles de vidas, el primer gobierno democrático se encontró con una economía “en un estado de desintegración sin precedentes”, según el Banco Interamericano de Desarrollo. De 1980 a 1991, el PIB por habitante había caído un 2% cada año.
El mejor gobierno de la historia de Haití duró sólo siete meses. El PIB creció 4.9%, aumentaron los ingresos gubernamentales debido a las mejoras en el cobro de impuestos y a la campaña contra la corrupción y, asimismo, varias empresas públicas dejaron de ocasionar pérdidas y dieron beneficios. Más importante aún: si en el gobierno previo la violencia se cobraba veinte vidas al mes, la cifra se redujo a ocho con Aristide. Un documento de la Embajada de Estados Unidos en Haití, dirigido al Departamento de Estado, daría cuenta de “los esfuerzos sorprendentemente exitosos del gobierno de Aristide”.
El gobierno democrático se propuso subir el salario mínimo diario a cuatro dólares. Sin embargo, la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID) se opuso alegando que el futuro del país peligraba porque los nuevos salarios reducirían “la competitividad general de Haití”. USAID consideraba que los salarios debían fijarse “en relación a la productividad y no a preocupaciones sociales –los programas de bienestar debieran estar completamente fuera del sistema de salarios para no distorsionar los costes laborales al alza”. En septiembre de 1991, un golpe de estado acabaría con las mejoras salariales y con la democracia.
Washington apoyó el golpe y garantizó su viabilidad porque no podía aceptar el éxito del gobierno de Aristide. Si el país más pobre de América demostraba que era capaz de mejorar las condiciones de vida de su gente, precisamente por no seguir las indicaciones económicas de Washington, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), entonces la gente de los países vecinos podrían aplicar las mismas recetas. Y, aunque Haití era irrelevante para la economía mundial, lo que no iba a ser irrelevante era el efecto contagioso del éxito de su política económica heterodoxa.
Aristide se opuso a basar la competitividad del país en los bajos salarios, las vacaciones fiscales vitalicias para los adinerados y en la reducción del exiguo sector público. Rechazó las privatizaciones y la instrumentalización de la economía nacional por las potencias extranjeras. Y, ante tal rebeldía democrática, se le impuso la dictadura económica que Washington, el FMI y el BM prescriben para los estados del tercer mundo.
Después del golpe, los militares y sus cómplices asesinaron a 5.000 personas en tres años e hicieron caer el PIB un 30%. El propio Warren Christopher, secretario de Estado de Clinton, reconoció que la CIA financiaba a Emmanuel Constant, el líder de la organización paramilitar encargada de sembrar el terror. Así que, tras tres años de terror y devastación económica, Clinton colocó a Aristide ante dos opciones: o más terror militar y paramilitar, o volver a la presidencia para aplicar una política económica opuesta a la de sus primeros meses de gobierno. Aristide prefirió lo segundo.
Washington invadió Haití y puso a Aristide a privatizar empresas públicas, reducir empleo público y eliminar aranceles. Human Rights Watch documentó que, tras la disolución del ejército, Washington se negó a excluir a los violadores de los derechos humanos de la nueva policía haitiana. Metieron a tantos delincuentes en la policía que, en ocasiones, el ejército estadounidense tuvo que ayudarlos a instalarse en las comisarías, a causa de la indignación popular cuando reconocieron a viejos represores con nuevos uniformes.
En 2000, Aristide volvió a ganar las elecciones y, cuatro años después, un nuevo golpe militar lo sacó del poder. Fue obligado a abandonar el país y todavía hoy vive en el exilio. La comunidad internacional miró para otro lado cuando, con posterioridad, se celebraron nuevas elecciones excluyendo al candidato que las ganaría porque se negaba a ser un títere de Washington.
En suma, Haití fue condenada a vivir en la miseria extrema, a padecer el caos de la inseguridad planificada y la crueldad de una política económica dictada por la injerencia externa. Si Washington no hubiera liquidado la experiencia democrática de 1991, hoy habría acumulado veinte años de progreso real, de desarrollo de infraestructuras sociales y de inclusión de sus ciudadanos. El terremoto de enero de 2010 habría sido igual de terrible, pero, al haber afectado a una sociedad organizada, se habrían salvado decenas de miles de vidas que ahora se perderán. Y, por último, con respecto al ex presidente Clinton, en lugar de habérsele juzgado por la barbarie que impuso, fue nombrado enviado especial de Naciones Unidas para Haití, en 2009. Se trata de un buen ejemplo de la distancia que media entre la situación actual y cualquier cosa que merezca el nombre de civilización.