Koldo Campos Sagaseta
Las primeras apariciones de Ben Laden en los medios de comunicación, hace ya bastantes años, lo significaban como un sacrificado paladín de la libertad, enfrentado al imperialismo soviético en Afganistán. En aquel entonces, el Ben que años más tarde sería convertido en Bin, era parte distinguida, todavía, de la muy ilustre familia Laden, íntima de los Bush y con notables y millonarios negocios en Estados Unidos. Pero el Bin, que entonces era Ben, tras retirarse los rusos de Afganistán, enfiló su enojo hacia quienes lo armaran, celebrando el derrumbe de las Torres Gemelas y amenazando con nuevas represalias. Poco antes había muerto en extraño accidente aéreo ocurrido en Estados Unidos, un hermano suyo y socio del presidente George W. Bush, y es sabido que, con el espacio aéreo estadounidense cerrado inmediatamente ocurriera el ataque del 11 de septiembre, un avión cargado con los Laden abandonó Estados Unidos rumbo a Arabia Saudita, país del que procedían la casi totalidad de los implicados en los atentados.
Con la invasión estadounidense a Afganistán, la presencia de Ben Laden, ya transformado en Bin, se hizo tan habitual en los medios de comunicación como las crónicas bursátiles. Todos las mañanas, el Bin que fuera Ben recorría en caravana de camellos el desierto afgano junto a sus esposas e hijos, eludiendo los bombardeos antes de refugiarse en Kandahar, de donde el Bin que fuera Ben lograba escapar disfrazado de mulá. Para la noche, ya el Ben transformado en Bin buscaba protección en las montañas de Tora Bora para reaparecer horas más tarde en Pakistán y terminar el día, el Bin que fuera Ben, regresando a Sudán. Dentro de un mismo informativo, el Bin-Ben era descubierto orando en una mezquita de Somalia y, al mismo tiempo, vendiendo heroína al por mayor en un mercado de Kabul. Y entre sus fugaces y permanentes incursiones aquí y allá, el Ben-Bin, localizado en todas las ciudades y sin que apareciera en ninguna, todavía tenía tiempo para grabar algunos vídeo-clips cargados de amenazas en las montañas filipinas y en el desierto marroquí. Sólo en Cuba y en Iraq, por alguna inexplicable falla de los servicios de fabulación, no se reportó la presencia del famoso fugitivo, lo que no fue obstáculo para que fuera Iraq, precisamente, la siguiente nación invadida.
Acaso porque tanto el Ben como el Bin ya estaban muertos, de emitir todos los días sus proféticas bravatas pasaron al más absoluto ostracismo durante años, hasta que, curiosamente, poco antes de las elecciones estadounidenses del 2004, el Bin y el Ben, suerte de Big Bang, reaparecieron profiriendo más y nuevas amenazas para convencer a los indecisos votantes de la necesidad de que George W.Bush se reeligierá sin que mediara fraude electoral alguno. “Tenemos que ser fuertes”, había insistido George W. Bush urgido de más tiempo y más recursos. “Estados Unidos es débil”, le había secundado de inmediato Ben Laden. Y es que bastaba que la voz lo reclamara para que el eco volviera a hacerse presente, que siempre a uno le acompañaba el otro de suerte que ambos se restituyeran la credibilidad perdida como presidente de un pueblo amenazado y como difunto que amenaza.
Las primeras apariciones de Ben Laden en los medios de comunicación, hace ya bastantes años, lo significaban como un sacrificado paladín de la libertad, enfrentado al imperialismo soviético en Afganistán. En aquel entonces, el Ben que años más tarde sería convertido en Bin, era parte distinguida, todavía, de la muy ilustre familia Laden, íntima de los Bush y con notables y millonarios negocios en Estados Unidos. Pero el Bin, que entonces era Ben, tras retirarse los rusos de Afganistán, enfiló su enojo hacia quienes lo armaran, celebrando el derrumbe de las Torres Gemelas y amenazando con nuevas represalias. Poco antes había muerto en extraño accidente aéreo ocurrido en Estados Unidos, un hermano suyo y socio del presidente George W. Bush, y es sabido que, con el espacio aéreo estadounidense cerrado inmediatamente ocurriera el ataque del 11 de septiembre, un avión cargado con los Laden abandonó Estados Unidos rumbo a Arabia Saudita, país del que procedían la casi totalidad de los implicados en los atentados.
Con la invasión estadounidense a Afganistán, la presencia de Ben Laden, ya transformado en Bin, se hizo tan habitual en los medios de comunicación como las crónicas bursátiles. Todos las mañanas, el Bin que fuera Ben recorría en caravana de camellos el desierto afgano junto a sus esposas e hijos, eludiendo los bombardeos antes de refugiarse en Kandahar, de donde el Bin que fuera Ben lograba escapar disfrazado de mulá. Para la noche, ya el Ben transformado en Bin buscaba protección en las montañas de Tora Bora para reaparecer horas más tarde en Pakistán y terminar el día, el Bin que fuera Ben, regresando a Sudán. Dentro de un mismo informativo, el Bin-Ben era descubierto orando en una mezquita de Somalia y, al mismo tiempo, vendiendo heroína al por mayor en un mercado de Kabul. Y entre sus fugaces y permanentes incursiones aquí y allá, el Ben-Bin, localizado en todas las ciudades y sin que apareciera en ninguna, todavía tenía tiempo para grabar algunos vídeo-clips cargados de amenazas en las montañas filipinas y en el desierto marroquí. Sólo en Cuba y en Iraq, por alguna inexplicable falla de los servicios de fabulación, no se reportó la presencia del famoso fugitivo, lo que no fue obstáculo para que fuera Iraq, precisamente, la siguiente nación invadida.
Acaso porque tanto el Ben como el Bin ya estaban muertos, de emitir todos los días sus proféticas bravatas pasaron al más absoluto ostracismo durante años, hasta que, curiosamente, poco antes de las elecciones estadounidenses del 2004, el Bin y el Ben, suerte de Big Bang, reaparecieron profiriendo más y nuevas amenazas para convencer a los indecisos votantes de la necesidad de que George W.Bush se reeligierá sin que mediara fraude electoral alguno. “Tenemos que ser fuertes”, había insistido George W. Bush urgido de más tiempo y más recursos. “Estados Unidos es débil”, le había secundado de inmediato Ben Laden. Y es que bastaba que la voz lo reclamara para que el eco volviera a hacerse presente, que siempre a uno le acompañaba el otro de suerte que ambos se restituyeran la credibilidad perdida como presidente de un pueblo amenazado y como difunto que amenaza.