María Isabel Soldevila.-
Contrario a lo que podría pensarse, ser de la “minoría” en este país es un honor. Y no por el afán vanidoso de ser diferente, de alejarse del montón.
Luego de que Naciones Unidas diera a conocer su informe sobre la factibidad de construir una cementera en Los Haitises reconfirmé mi teoría de que los mal llamados “grupos minoritarios” constituyen los agentes de cambio más eficientes que una sociedad puede darse.
Tengo muchos ejemplos locales.
Cuando a mediados de los 1800 unos jovencitos de clase media comenzaron a albergar ideas de libertad, el statu quo les denostaba.
Esos chicos rebeldes, que no parecían gran cosa, forjaron la patria dominicana, de tres en tres.
La tiranía más sangrienta que ha vivido la República fue minada en sus cimientos por más de esas “minorías” despreciadas por el poder.
Les costó a muchos la vida o el destierro, pero sembraron el deseo de libertad.
Cuando unas pocas mujeres decidieron que bastaba ya de soportar abusos por el simple hecho de no pertenecer al sexo masculino y enfrentaron la violencia de género como un mal, no del aposento sino de la sociedad, las miraron como locas.
Y aunque estamos lejos de conseguir que se entienda la equidad entre los géneros como un derecho humano en todas las instancias, esas luchas de quienes los más conservadores se atreven a llamar “grupúsculos” son la chispa de esperanza que necesitamos.
Y con las mujeres están los conglomerados de la sociedad civil que pelean por el medio ambiente, que luchan en contra de la corrupción de lo público y lo privado y que abogan por una Constitución que no cercene derechos ciudadanos, sino que los amplíe.
Estar de ese lado es más difícil, pero es lo más digno.
Si el mundo avanza, es por esas “minorías” que se atreven a disentir.
Contrario a lo que podría pensarse, ser de la “minoría” en este país es un honor. Y no por el afán vanidoso de ser diferente, de alejarse del montón.
Luego de que Naciones Unidas diera a conocer su informe sobre la factibidad de construir una cementera en Los Haitises reconfirmé mi teoría de que los mal llamados “grupos minoritarios” constituyen los agentes de cambio más eficientes que una sociedad puede darse.
Tengo muchos ejemplos locales.
Cuando a mediados de los 1800 unos jovencitos de clase media comenzaron a albergar ideas de libertad, el statu quo les denostaba.
Esos chicos rebeldes, que no parecían gran cosa, forjaron la patria dominicana, de tres en tres.
La tiranía más sangrienta que ha vivido la República fue minada en sus cimientos por más de esas “minorías” despreciadas por el poder.
Les costó a muchos la vida o el destierro, pero sembraron el deseo de libertad.
Cuando unas pocas mujeres decidieron que bastaba ya de soportar abusos por el simple hecho de no pertenecer al sexo masculino y enfrentaron la violencia de género como un mal, no del aposento sino de la sociedad, las miraron como locas.
Y aunque estamos lejos de conseguir que se entienda la equidad entre los géneros como un derecho humano en todas las instancias, esas luchas de quienes los más conservadores se atreven a llamar “grupúsculos” son la chispa de esperanza que necesitamos.
Y con las mujeres están los conglomerados de la sociedad civil que pelean por el medio ambiente, que luchan en contra de la corrupción de lo público y lo privado y que abogan por una Constitución que no cercene derechos ciudadanos, sino que los amplíe.
Estar de ese lado es más difícil, pero es lo más digno.
Si el mundo avanza, es por esas “minorías” que se atreven a disentir.