José Miguel Soto Jiménez - 12/18/2009
El asunto no era solo morirse. “Estericar la pata” el día “menos pensado”, irse para donde “no regresan jamás los peregrinos”, quedarse sin besos por toda una “eternidad absurda y clandestina”.
Largarse para donde el “diablo dio las tres voces”. Marcharse sin “premeditación y alevosía”, dejando la silueta aludida, en medio de “la nada interminable”.
Sacarle el cuerpo al recuerdo. Que manden a uno a “casa del carajo”. Porque la muerte, esa “vaina” inevitable, es “la última razón de todo”.
Cobrar ahora, cuando ya no hay remedio, “importancia inusitada”. El consuelo de que algunos amigos le hicieron hace poco un homenaje, justa intención, premonición, casualidad, la despedida.
El asunto es dejar la guitarra, con su alma hueca, donde se dejó recostada por última vez. Verla de reojo, arrimada en el silencio, en algún rincón desprevenido de la tristeza.
Varada en su intrascendencia. “Desafinada”. Entonada para el silencio. Cuerdas viejas destemplándose sin remedio en la oquedad profunda del “jamás”. Sin la promesa de la próxima canción.
Justo esa canción. La mejor de todas. La que se quedó en la recamara del silencio “encasquillada”. “Atorada” en la última cerveza de la tarde. “Reburujada” entre los arreboles necios del hastió y la nostalgia.
Luis Días, nombre común para levantar la mano en el “pase de lista”. Pagar el agua que no llega, o la luz carísima que se va. Pararse a la derecha, aguantar la impertinencia del sargento. Hacer la fila. Ver pasar entre sirenas la caravana Presidencial.
Garabateado en el cuaderno del “fiao” en el colmado. Estar presente o ausente del pie de foto del evento social, reseñado de “resbalón” por los reporteros, por estar al lado del señor o la señora importante del gobierno, el partido o la beneficencia.
Seña imprescindible para los cobradores y los prestamistas. Referencia policial para cualquier investigación “detectivesca”, relegada cuando uno se convierte en términos “facultativos”, en el paciente de la sala 23, el paciente de cuarto 7, traído para “joderse”, y no salir de ahí por su propio pie, entrando en los archivos pasivos de cualquier descabellada contabilidad.
Porque si acaso te vemos por ahí, “apuramos el paso”. Engañifa del “inconsciente colectivo”, porque tu nombre dejó de ser útil para el llamado, la convocatoria, la exhortación.
Nombre inútil para cobrar impuestos, quedando predestinado al obituario de la pagina “esa” de los periódicos. ¡Zafa! Mala costumbre del recuerdo. Porque ya no sirves para la cita, el crédito, el alguacil o el padrón electoral.
Luis Días, que sin el gentilicio del “Terror”, puede ser mueca incierta del crepúsculo. Cuando la tarde “se desangra en estudiantes” y cualquier “carajo a la vela” fumador de un cigarrillo, tararea una de sus viejas canciones, y surge el comentario de que, esa “vaina” es del mismo que escribió el “Guardia del Arsenal”, cosa que, a “don fulano o a doña fulanita de tal”, le tienen sin la menor importancia.
Luis, actualizado por el pesar de su ausencia repentina. Comentado, murmurado. Lamentado, después de hacer todas esas cosas cotidianas que uno hace sin saber que la estás haciendo por última vez: levantarse, cepillarse, afeitarse, cerrar la puerta. Hablar por el celular, saludar al vecino. “Darse unos tragos”.
El maldito “bregador” que debería estar preso, ¡coño! El “jodido” veneno, para “truquear” el alma, la ansiedad, la angustia, la nostalgia, la melancolía que tarde o temprano “te embroma”, sin importar que seas un “jodón”, un talentoso compositor de canciones o un “salta para atrás”.
Eso no se hace, ¡carajo!, Andresito Reina, y no enterarte después, que alguien se soñó contigo. Que le hiciste “asomo” o le saliste a “perencejo”.
“Celaje” repentino, por el que “zutanejo”, con cierto dejo de vergüenza, tratará de averiguar en que terminaba tu cedula, para “jugar un numerito” y si pega, pagarte una misa o, ni siquiera eso, que carajo.
La remembranza desteñida de la última corrida en el “Mirador”, la bicicleta o los patines. Merodear, protestar, cantar. Mortificar desaliñado y “enchancletado”, denunciando hasta “desgañitarse” la vulgar hipocresía.
Desentrañar, descomponer el alma popular en sus matices. Para después, tirarnos “la gran vaina” insufrible, de largarse luego, “empejuelado”, “entre atabales”, justo “como si la “vaina” esa no fuera con él”.