De Aníbal de Castro
Hay episodios encartados en la historia de los pueblos que permanecen como un recordatorio constante de la sorprendente capacidad humana para dañar, cometer desafueros o devolvernos a las cavernas. De tiempo en tiempo, cuando se creía que las heridas habían cicatrizado sin dejar rastros, afortunadamente se levantan voces admonitorias para impedir que la desmemoria se convierta en una injusticia mayor.
Coreanos y chinos no olvidan las crueldades innumerables durante la invasión japonesa en el siglo pasado. Alemanes y franceses han legislado contra la negación del Holocausto. Pese a la proscripción legal, la intelectualidad turca ha logrado que no muera el tema del exterminio de miles de armenios. Sudáfrica, Chile, Argentina y Uruguay escarbaron una y otra vez hasta encontrar la verdad terrible de la represión y violencia institucionalizada durante los años del apartheid, en el primer caso, y de las dictaduras militares en los demás.
Recordar y perdonar no tienen por qué ser realidades polarizadas en sociedades signadas por desventuras inducidas en el pasado desde el poder. El trauma se enraíza cuando el olvido deviene en política para esquilmar la verdad, y el silencio así forjado adquiere categoría de complicidad. La verdad es liberación, y paso indispensable para la aceptación voluntaria de situaciones que son ya hechos irreversibles.
Este diario recogía el miércoles un testimonio desgarrador, pero también una lección de ciudadanía útil para reflexionar sobre nuestro pasado reciente, la solidaridad social y cómo cerrar heridas que aún permanecen abiertas, en parte por la insensibilidad arraigada en algunos sectores.
El abogado y mejor amigo Sergio Germán Medrano recordaba que, preso junto a un grupo del Movimiento 14 de Junio en "La 40" en los estertores de la tiranía, llevaron allí a las hermanas Mirabal y a Tomasina Cabral para un interrogatorio de intimidación, uno de los varios pasos del acoso en su contra emprendido por el terror oficializado y que culminó en el martirio que se conmemora cada 25 de noviembre.
Las obligaron a quedarse en ropa interior frente al grupo de jóvenes reunidos en el patio y éstos, en señal de respeto y solidaridad, se colocaron de espaldas y desobedecieron las órdenes de los verdugos que los conminaban a humillar con sus miradas curiosas a las heroínas. Lo hicieron con la frente en alta, con nobleza e hidalguía, indiferentes a las amenazas e inflado el orgullo patrio por los altos ideales que nutrían los esfuerzos de aquellos valientes por desalojar la vesania del poder.
"Fue un testimonio de valor, respeto y solidaridad hacia aquellas ejemplares patriotas", escribía Germán Medrano en su conmovedor relato y a la vez testimonio de reconocimiento a estas figuras emblemáticas que pagaron con sus vidas el precio de la libertad. No hay un reclamo protagónico en ese artículo que cala. Simplemente, reconocer la estirpe de nobleza de damas cuyo destino debió ser diferente.
En estos días, Australia ha decidido enderezar la historia. Su primer ministro, Kevin Rudd, ha pedido públicamente perdón por el tratamiento inhumano dispensado a casi medio millón de niños recluidos en orfanatos australianos desde 1930 a 1970. Se trata de un capítulo sórdido en una historia colonial que también tiene luces.
La matrícula de víctimas de un sistema desviado de educación y formación a la cañona se alimentaba también desde la metrópolis. Los cálculos son de que durante ese capítulo de la infamia unos 100 mil niños fueron llevados engañados desde el Reino Unido, como parte de una política encubierta para dotar de "población blanca" a las colonias británicas de ultramar, deformación institucional de la que tampoco escapó Canadá, en este lado nuestro del mundo.
"¡Qué voy a escribir si las lágrimas no pueden imprimirse en el papel!". Respuesta dramática, estremecedora, a la invitación para que uno de los llamados "Australianos Olvidados" consignara para la posteridad los sufrimientos vividos en el internado donde le robaron la inocencia. La exportación infantil a Australia fue a parar, además, a explotaciones comerciales en lugares remotos en donde los pequeños desamparados de la fortuna servían prácticamente como esclavos. Muchos fueron violados, azotados y expoliados. Peor aún, se les hizo creer que no tenían familiares, que habían perdido a sus padres.
Otro relato igualmente estremecedor cuenta de un niño a quien engatusaron con el pretexto de comprarle un helado. Despertó en la realidad de la colonia poblada originalmente con carne de penal, sin noción alguna de hogar. Sólo muchos años después, algunos de estos huérfanos de la fortuna conocieron a hermanos y a sus progenitores.
Es muy probable que el premier británico Gordon Brown se sume también a este acto abierto de contrición que combina un esfuerzo por reparar el daño. Tantísimo sufrimiento no quedará borrado, pero la admisión de culpa, la aceptación de que el Estado les falló a sus ciudadanos, es bálsamo para heridas que nunca debieron ser abiertas. Pero también es señal inequívoca de que difícilmente situaciones tan extremas de daño moral y material serán asumidas nuevamente desde el poder. La verdad de la tragedia ha sido reconocida.
Se ha dado el paso oportuno para que las víctimas se reencuentren a sí mismas y transiten con presteza el tramo final de superación del calvario. Aceptada la ofensa por el agresor, el perdón es viable.
Muchos de los "Australianos Olvidados" han muerto ya, pero su herencia de dolor no. La satisfacción pública dada por las autoridades salda la deuda pendiente con los descendientes, o al menos es un abono substancial.
La verdad de la dictadura de Trujillo aún no nos llega en todo su esplendor en esta geografía de media isla. Y de medias verdades. Por el contrario, hay un esfuerzo consciente en rincones de la sociedad dominicana para impedir que reluzca. O se ha consignado a la ficción un relato escrito con sangre en la realidad de un pueblo.
Se dirá que ni éste ni otros gobiernos tuvieron responsabilidad alguna en la tragedia de tres décadas que agotó con violencia vidas tan sagradas como las de las hermanas Mirabal. Y, vaya paradoja, los torturadores y paleros de ayer todavía pasean su impunidad en un acto supremo de descaro.
No es posible que caminemos en la construcción del destino democrático sin reconocer a quienes cayeron en el trayecto. Hay una culpabilidad de instancias superiores, cierto, pero que se desparrama sobre aquellos sectores de la sociedad insensibles que contribuyeron con su silencio o anuencia a la entronización de la barbarie.
Esas hermanas Mirabal, esos valientes que junto a Germán Medrano y tantos otros innominados abonaron con su sangre y sufrimientos el fruto de la libertad merecen ser reconocidos. Si no su heroísmo, por lo menos hay que admitir el error por el daño que se les causó a torturarlos, robarles sus propiedades y despojarlos de cualquier vestigio de humanidad.
No se trata de levantar el dedo acusador o de prevalecerse en el bíblico ojo por ojo para iniciar, tal vez a destiempo, el desenmascaramiento de esos carroñeros que se cebaron en lo mejor de la dominicanidad, en los soñadores, en los anticipos del reclamo por una vida en acuerdo con un estado de derecho.
La sociedad dominicana ha cambiado, pero se necesita un empuje más dinámico, una prueba de vitalidad democrática, de designio consciente para reconocer las injusticias y recompensar a las víctimas y sus herederos con el reconocimiento abierto de las desgracias que se les causaron desde el poder.
Hay lo que se llama la continuidad del Estado, y es ese artilugio legal la mejor base para reclamar unas excusas públicas por tanta maldad convertida en razón de Estado durante los años de la dictadura.
Nunca será tarde para reconocer el error. Nunca el tiempo será suficiente para que cierren heridas que la desmemoria hace sangrar cada día.
Coreanos y chinos no olvidan las crueldades innumerables durante la invasión japonesa en el siglo pasado. Alemanes y franceses han legislado contra la negación del Holocausto. Pese a la proscripción legal, la intelectualidad turca ha logrado que no muera el tema del exterminio de miles de armenios. Sudáfrica, Chile, Argentina y Uruguay escarbaron una y otra vez hasta encontrar la verdad terrible de la represión y violencia institucionalizada durante los años del apartheid, en el primer caso, y de las dictaduras militares en los demás.
Recordar y perdonar no tienen por qué ser realidades polarizadas en sociedades signadas por desventuras inducidas en el pasado desde el poder. El trauma se enraíza cuando el olvido deviene en política para esquilmar la verdad, y el silencio así forjado adquiere categoría de complicidad. La verdad es liberación, y paso indispensable para la aceptación voluntaria de situaciones que son ya hechos irreversibles.
Este diario recogía el miércoles un testimonio desgarrador, pero también una lección de ciudadanía útil para reflexionar sobre nuestro pasado reciente, la solidaridad social y cómo cerrar heridas que aún permanecen abiertas, en parte por la insensibilidad arraigada en algunos sectores.
El abogado y mejor amigo Sergio Germán Medrano recordaba que, preso junto a un grupo del Movimiento 14 de Junio en "La 40" en los estertores de la tiranía, llevaron allí a las hermanas Mirabal y a Tomasina Cabral para un interrogatorio de intimidación, uno de los varios pasos del acoso en su contra emprendido por el terror oficializado y que culminó en el martirio que se conmemora cada 25 de noviembre.
Las obligaron a quedarse en ropa interior frente al grupo de jóvenes reunidos en el patio y éstos, en señal de respeto y solidaridad, se colocaron de espaldas y desobedecieron las órdenes de los verdugos que los conminaban a humillar con sus miradas curiosas a las heroínas. Lo hicieron con la frente en alta, con nobleza e hidalguía, indiferentes a las amenazas e inflado el orgullo patrio por los altos ideales que nutrían los esfuerzos de aquellos valientes por desalojar la vesania del poder.
"Fue un testimonio de valor, respeto y solidaridad hacia aquellas ejemplares patriotas", escribía Germán Medrano en su conmovedor relato y a la vez testimonio de reconocimiento a estas figuras emblemáticas que pagaron con sus vidas el precio de la libertad. No hay un reclamo protagónico en ese artículo que cala. Simplemente, reconocer la estirpe de nobleza de damas cuyo destino debió ser diferente.
En estos días, Australia ha decidido enderezar la historia. Su primer ministro, Kevin Rudd, ha pedido públicamente perdón por el tratamiento inhumano dispensado a casi medio millón de niños recluidos en orfanatos australianos desde 1930 a 1970. Se trata de un capítulo sórdido en una historia colonial que también tiene luces.
La matrícula de víctimas de un sistema desviado de educación y formación a la cañona se alimentaba también desde la metrópolis. Los cálculos son de que durante ese capítulo de la infamia unos 100 mil niños fueron llevados engañados desde el Reino Unido, como parte de una política encubierta para dotar de "población blanca" a las colonias británicas de ultramar, deformación institucional de la que tampoco escapó Canadá, en este lado nuestro del mundo.
"¡Qué voy a escribir si las lágrimas no pueden imprimirse en el papel!". Respuesta dramática, estremecedora, a la invitación para que uno de los llamados "Australianos Olvidados" consignara para la posteridad los sufrimientos vividos en el internado donde le robaron la inocencia. La exportación infantil a Australia fue a parar, además, a explotaciones comerciales en lugares remotos en donde los pequeños desamparados de la fortuna servían prácticamente como esclavos. Muchos fueron violados, azotados y expoliados. Peor aún, se les hizo creer que no tenían familiares, que habían perdido a sus padres.
Otro relato igualmente estremecedor cuenta de un niño a quien engatusaron con el pretexto de comprarle un helado. Despertó en la realidad de la colonia poblada originalmente con carne de penal, sin noción alguna de hogar. Sólo muchos años después, algunos de estos huérfanos de la fortuna conocieron a hermanos y a sus progenitores.
Es muy probable que el premier británico Gordon Brown se sume también a este acto abierto de contrición que combina un esfuerzo por reparar el daño. Tantísimo sufrimiento no quedará borrado, pero la admisión de culpa, la aceptación de que el Estado les falló a sus ciudadanos, es bálsamo para heridas que nunca debieron ser abiertas. Pero también es señal inequívoca de que difícilmente situaciones tan extremas de daño moral y material serán asumidas nuevamente desde el poder. La verdad de la tragedia ha sido reconocida.
Se ha dado el paso oportuno para que las víctimas se reencuentren a sí mismas y transiten con presteza el tramo final de superación del calvario. Aceptada la ofensa por el agresor, el perdón es viable.
Muchos de los "Australianos Olvidados" han muerto ya, pero su herencia de dolor no. La satisfacción pública dada por las autoridades salda la deuda pendiente con los descendientes, o al menos es un abono substancial.
La verdad de la dictadura de Trujillo aún no nos llega en todo su esplendor en esta geografía de media isla. Y de medias verdades. Por el contrario, hay un esfuerzo consciente en rincones de la sociedad dominicana para impedir que reluzca. O se ha consignado a la ficción un relato escrito con sangre en la realidad de un pueblo.
Se dirá que ni éste ni otros gobiernos tuvieron responsabilidad alguna en la tragedia de tres décadas que agotó con violencia vidas tan sagradas como las de las hermanas Mirabal. Y, vaya paradoja, los torturadores y paleros de ayer todavía pasean su impunidad en un acto supremo de descaro.
No es posible que caminemos en la construcción del destino democrático sin reconocer a quienes cayeron en el trayecto. Hay una culpabilidad de instancias superiores, cierto, pero que se desparrama sobre aquellos sectores de la sociedad insensibles que contribuyeron con su silencio o anuencia a la entronización de la barbarie.
Esas hermanas Mirabal, esos valientes que junto a Germán Medrano y tantos otros innominados abonaron con su sangre y sufrimientos el fruto de la libertad merecen ser reconocidos. Si no su heroísmo, por lo menos hay que admitir el error por el daño que se les causó a torturarlos, robarles sus propiedades y despojarlos de cualquier vestigio de humanidad.
No se trata de levantar el dedo acusador o de prevalecerse en el bíblico ojo por ojo para iniciar, tal vez a destiempo, el desenmascaramiento de esos carroñeros que se cebaron en lo mejor de la dominicanidad, en los soñadores, en los anticipos del reclamo por una vida en acuerdo con un estado de derecho.
La sociedad dominicana ha cambiado, pero se necesita un empuje más dinámico, una prueba de vitalidad democrática, de designio consciente para reconocer las injusticias y recompensar a las víctimas y sus herederos con el reconocimiento abierto de las desgracias que se les causaron desde el poder.
Hay lo que se llama la continuidad del Estado, y es ese artilugio legal la mejor base para reclamar unas excusas públicas por tanta maldad convertida en razón de Estado durante los años de la dictadura.
Nunca será tarde para reconocer el error. Nunca el tiempo será suficiente para que cierren heridas que la desmemoria hace sangrar cada día.