Tienen quince, catorce, incluso trece años. Los fines de semana (que a veces empiezan para ellas los jueves) van al cine y a los centros comerciales. Subidas ya en tacos altos, maquilladas y con ropa de marca. No, no parecen lolitas. Parecen lolitas avejentadas, una curiosa mezcla de precoces jovencitas y niñas maduradas a la fuerza. Saben de marcas como nadie. Gastan dinero como si tuvieran derecho a ello. Se han saltado la etapa de la preadolescencia y han caído directamente desde la niñez a una etapa de vida social que imita a la de sus hermanas mayores.
Estas generaciones viven una niñez demasiado corta. Maduran al vapor, pero sólo por fuera. Porque no es el caso de los niños que se ven obligados a entender lo dura que es la vida porque tienen que salir a trabajar a los 10, 11 años. Estas jovencísimas generaciones nuestras salen… a divertirse. Parece ser su obligación.
Lo vivimos con asombro, pero tampoco lo evitamos. Preadolescentes que imponen horarios nocturnos a sus padres, que tienen que levantarse (o no acostarse) para salir a buscarles a la a la 1 de la mañana. Niños y niñas que tienen ese control sobre su vida familiar. Imponen ritmos de salida, de viaje, de uso del tiempo. Han cambiado las estructuras de poder. Antes, la independencia venía cuando se alcanzaba cierta autonomía. Ahora, la independencia se impone en formas y horarios y la autonomía se retrasa hasta los veintitantos largos... Es una pena, porque si algo es irrecuperable es el tiempo.
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